Mamá es la primera palabra que decimos cuando llegamos al mundo. Y también la que pronunciamos cuando algo nos duele. Es, de alguna manera, una palabra salvadora. Detrás de esas cuatro letras está ese corazón infinito que solo las madres tienen.
La mía se llama Elba. De ella solo recibí afecto. Fue la mujer que primero me cuidó y la que nunca me soltó la mano. Me enseñó que ser madre es cuidar incondicionalmente, sin importar la edad de los hijos ni las vueltas de la vida. Nunca olvidaré cuando me daba la mano para cruzar la calle y no me la soltaba mientras íbamos a hacer las compras.
Hace unos días, justo cuando entraba a verla, como casi todos los días, ella dijo a su manera: “Sergio…”. No sabía que yo estaba detrás. Tal vez lo intuyó. Me paré frente a ella. Levantó la mirada. Me vio. Sonrió. Estoy seguro de que sabía quién era. Quiso decirme algo, pero ya no puede hablar bien. Solo algunas pocas palabras. Aun así, alcanza.
Me acerqué, tomé su mano. Nos miramos. Nos chocamos las cabezas, como cuando era chico y buscaba refugio. Estuvimos unos minutos así. El mundo se detuvo. Y yo fui feliz.
Hoy soy yo el que le da la mano. Y aunque ya no pueda demostrarlo como antes, estoy seguro de que sabe quién soy. Su mirada, a veces perdida, me da paz. Porque está ahí; y porque sigue siendo mi mamá. Así seguimos. De la mano. Yo tampoco voy a soltarla. Nunca.
Te lo dice un amigo.