Hace un tiempo escuché una historia que viene de una antigua leyenda árabe. No sé si es real o no, pero sí sé que encierra una enseñanza que vale la pena recordar.
Dos amigos viajaban juntos por el desierto. Compartían camino, silencio, cansancio y compañía. Hasta que, en medio de una discusión, uno de ellos perdió la paciencia y le dio una cachetada al otro.
El amigo golpeado no reaccionó. No gritó, no se vengó, no se alejó. Simplemente se agachó, tomó un palo y escribió sobre la arena: “Hoy mi mejor amigo me pegó una cachetada.”
Siguieron caminando en silencio. El viento comenzó a borrar las huellas, como si también quisiera borrar lo que había pasado.
Horas más tarde, encontraron un oasis y decidieron meterse al agua para refrescarse. Pero el destino tenía guardado otro momento: el amigo que había recibido el golpe comenzó a ahogarse. Sin dudarlo, el otro se lanzó y lo salvó.
Cuando todo volvió a la calma y el peligro había pasado, el hombre rescatado tomó una piedra y grabó con esfuerzo: “Hoy mi mejor amigo me salvó la vida.”
El otro lo miró, curioso, y le preguntó:
—Cuando te lastimé, escribiste en la arena. ¿Por qué ahora lo grabás en una piedra?
El amigo sonrió y le respondió:
—Porque cuando alguien a quien queremos nos hiere, debemos escribirlo en la arena, donde el viento del perdón pueda borrarlo. Pero cuando alguien hace algo grande por nosotros, debemos grabarlo en piedra, donde ningún viento pueda hacerlo desaparecer.
Esa es la enseñanza. No guardar rencor en el corazón, sino dejar que el tiempo y el perdón borren lo que duele. Y, al mismo tiempo, conservar con firmeza todo lo bueno que nos pasa, todo lo que deja huella de verdad.
Dicen que se necesita solo un minuto para fijarse en alguien, una hora para que te guste, un día para quererlo, pero toda una vida para no olvidarlo. La amistad, al final, es eso: estar incluso cuando los demás se van. Porque un verdadero amigo no es el que está siempre que puede, sino el que está incluso cuando no puede.
Te lo dice un amigo.






