Nos dicen que antes de entrar al mar, el río tiembla. No de miedo, sino de reconocimiento. Mira atrás y observa todo su camino: las cumbres que cruzó, las montañas que sorteó, las selvas por las que se adentró, los pueblos que atravesó. Y entonces, al enfrentarse con el océano, tan vasto y poderoso, surge el miedo. “¿Desapareceré para siempre?”, parece preguntarse.
Pero no hay vuelta atrás. Como la vida, nadie puede retroceder. El río necesita aceptar su destino y fundirse con el océano. Solo así desaparece el miedo, porque el río no se pierde; se transforma. Se convierte en océano.
Nosotros vivimos lo mismo. El miedo siempre aparece justo antes del salto, antes de un cambio, antes de hacer algo distinto. Temblamos, dudamos, nos preguntamos: “¿Vale la pena?” Sí, vale. Porque dejar la zona de confort no es perderse, sino descubrir de qué somos capaces cuando nos liberamos del miedo.
El río que se atreve a entrar en el mar no desaparece: se expande, se transforma, pertenece. Nosotros también podemos. Ya sea en un trabajo nuevo, un proyecto, una pasión o un sueño, la entrega nos convierte en algo más grande.
Si el miedo te frena, míralo a los ojos. Superalo. Lanzate al océano de la vida. No se trata de desaparecer, sino de empezar a pertenecer.
Anímate: como el río, vos también podés convertirte en océano.
Te lo dice un amigo.






