Era un profesor comprometido, conocido entre sus alumnos por su carácter estricto, pero también por su justicia y comprensión. Aquella tarde de verano, al finalizar la clase, mientras organizaba unos papeles en su escritorio, uno de sus alumnos se le acercó de forma desafiante y le dijo:
—Profesor, lo único que me alegra de haber terminado esta clase es que no tendré que escuchar más sus tonterías ni ver su cara aburrida.
El alumno permanecía erguido, con una expresión de arrogancia, esperando que el profesor reaccionara con enojo o molestia. Sin embargo, el maestro lo miró en silencio por un instante, con total tranquilidad, y le hizo una pregunta inesperada:
—Decime, cuando alguien te ofrece algo que no querés, ¿lo recibís?
El alumno, desconcertado y con un tono despectivo, le respondió:
—Por supuesto que no, profesor.
—Bueno —respondió el profesor—, cuando alguien intenta ofenderme o me dice algo desagradable, me está ofreciendo algo. En este caso, una emoción: rabia, rencor. Pero yo puedo decidir no aceptarla.
El alumno, cada vez más confundido, replicó:
—No entiendo a qué se refiere.
—Es simple —continuó el profesor—. Vos me estás ofreciendo rabia, desprecio. Y si yo me siento ofendido o me pongo furioso, estaría aceptando tu regalo. Pero prefiero obsequiarme mi propia serenidad.
En un tono gentil, agregó:
—Mirá, tu rabia va a pasar, pero no trates de dejarla conmigo. No me interesa. Yo no puedo controlar lo que llevás en tu corazón, pero de mí depende lo que yo cargo en el mío.
Esta historia no es solo una anécdota; es una enseñanza sobre el poder que tenemos para elegir qué emociones y sentimientos queremos llevar en nuestro interior. Cada día, cada instante, nos ofrece esa libertad de decidir qué guardamos en el corazón: amargura o serenidad, rencor o paz. Porque en última instancia, la vida nos da la opción de decidir entre amargarnos o ser felices.
Te lo dice un amigo.