Hay algo que todos descubrimos tarde o temprano: no podemos controlar todo lo que nos pasa. Las circunstancias que nos tocaron y las que vendrán no piden permiso, no se negocian, no se acomodan a nuestros planes. Simplemente ocurren. A veces nos favorecen y otras nos golpean. Y por más que lo deseemos, no existe forma de elegir cada acontecimiento que marcará nuestro camino.
Pero hay un terreno que nadie nos puede quitar, un espacio que siempre permanece intacto: la actitud. Ese es el único poder que realmente manejamos. Frente a cualquier desafío, grande o pequeño, tenemos la libertad de decidir cómo respondemos. Podés optar por la queja o por la lucha. Podés elegir ver lo peor o abrirte a lo mejor. Podés vivir desde el pesimismo o desde un optimismo que, aun en los días duros, te sostenga. También es tuya la elección entre quedarte lamentando lo que no salió o perseverar en lo que todavía puede construirse.
Cada gesto, cada comportamiento, cada microdecisión diaria te mueve un paso más cerca de tu mejor versión o te empuja hacia la mediocridad. Esa es la encrucijada permanente. Y ahí está, justamente, la verdadera libertad: la posibilidad de elegir quién querés ser mientras atravesás lo que no elegiste que te suceda.
Tenés libertad para achicarte o para crecer. Para resignarte o para avanzar. Para abandonar o para intentar alcanzar algo grande, aunque cueste. No digas que no se puede. No te frenes antes de empezar. Caminá hacia tus objetivos y enfrentá cada obstáculo con una dosis de optimismo, aunque sea mínima: alcanza para encender el motor.
Te lo dice alguien que aprendió —muchas veces a golpes— que la vida no siempre se ordena como queremos, pero que la actitud puede cambiarlo todo.
Te lo dice un amigo.






