Cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de ser quien es. Sin pedir permiso. Sin disculparse. Ser uno mismo, y que tiemble el mundo si hace falta. Porque no vinimos a encajar prolijamente ni a ser una pieza más del decorado. Vinimos a brillar. A ocupar nuestro lugar.
Nadie está acá para ser una copia. No somos reemplazables ni repetibles. Tampoco somos el molde de las expectativas ajenas. Somos lo que somos. Punto. Y eso, aunque parezca simple, es profundamente desafiante en un mundo que empuja a la homogeneidad y castiga lo distinto.
No hay que tenerle miedo a no encajar. Si no encajamos, no encajamos. ¿Y cuál es el problema? El problema, en todo caso, es apagarse para gustar, silenciarse para pertenecer. Por eso insisto: no se apaguen. Sean honestos con ustedes mismos. Hablen como hablan, piensen como piensan, amen como aman. Esa coherencia íntima es un valor enorme en una sociedad que premia la máscara y desconfía de la verdad.
Vivimos rodeados de juicios livianos, de voces que opinan sin conocer, muchas veces desde la comodidad de la mediocridad. Que eso no te limite. Que no te condicione el juicio de quienes no entienden tu esencia, tu sensibilidad, tu forma de estar en el mundo. La autenticidad no se explica: se vive.
Sos como sos. Y está bien así. Si querés cantar, cantá, incluso si desafinás. Si querés bailar, bailá, aunque no tengas ritmo. Que nadie —ni nada— te diga lo que tenés que ser. Volvamos siempre a eso: ser uno mismo es un acto de amor propio.
Levantemos la cabeza. Miremos al frente. Caminemos con firmeza y sin traicionarnos. Y si a alguien le molesta nuestro brillo, que cierre los ojos. Nosotros sigamos caminando.
Te lo dice un amigo.






