Tengo algo así como un “decálogo antiamargura”, una serie de recordatorios que fui aprendiendo —a veces a los golpes— y que me sirven para no perder el eje.
El primero es simple de decir, pero difícil de sostener: no quejarse. Yo también caigo en la tentación, claro, pero cada vez veo con más claridad que la gente verdaderamente fuerte rara vez se lamenta. No porque no les pasen cosas, sino porque eligen poner la energía en cambiar lo que pueden, no en revolcarse en lo que falta. Una cosa es buscar mejorar; otra muy distinta es sufrir por lo que creemos que deberíamos tener.
El segundo punto es igual de importante: evitar las comparaciones. Medirse constantemente con los demás es una trampa que te roba la paz sin que te des cuenta. Cada persona avanza con su propio ritmo, con su historia y sus tiempos. Mirar obsesivamente al costado te desvía de lo que realmente importa: tu camino y lo que te hace bien a vos.
A veces pensamos que la felicidad depende de acumular cosas, pero no es así. San Francisco de Asís lo resumió de manera impecable: “Cada día necesito menos cosas, y las pocas que necesito, las necesito muy poco”. Al final, ser feliz tiene mucho más que ver con valorar lo que ya tenemos que con perseguir lo que falta.
Otro punto clave es cuidar nuestro diálogo interno. Muchas veces no nos afecta lo que ocurre, sino el relato que nos contamos sobre eso que ocurre. Vivimos interpretando, exagerando, dramatizando. Y ahí es donde conviene hacer un alto: protegerse, hablarse mejor, ponerse primero. Cuando aprendés a cuidarte, también estás en mejores condiciones de hacer felices a los demás.
A eso sumale algo fundamental: el humor. Amor y humor, siempre. Si tu pareja está alterada, si el clima se pone tenso, un abrazo o un gesto afectuoso suelen ser más efectivos que una discusión en caliente. Es increíble cómo cambia todo cuando desactivamos la reacción automática y buscamos aliviar en vez de escalar.
También está la relación con el trabajo. Pasamos buena parte del día cumpliendo obligaciones, pero en la medida de lo posible conviene encontrar la forma de disfrutar lo que hacemos, o al menos hacerlo en clave de juego. La vida no puede ser un catálogo de tareas pendientes.
Y cierro con otra regla esencial: no tomarse nada de manera personal. La mayoría de las veces, lo que otros dicen o hacen habla más de sus propios enredos que de vos. Por eso, conviene dejar que las cosas resbalen, caminar más liviano, no cargar mochilas ajenas. Cuando aflojás el peso, hasta el apuro se vuelve distinto: sentís que avanzás flotando.
Te lo dice un amigo.






